Reseña: En las tierras del Potosí por Michelle Stumvoll


El siglo XX en Bolivia comienza sumido en una etapa de transición; es el momento de la post Guerra Civil que significó la mudanza de la sede de gobierno a La Paz y también del ocaso de la economía minera argentífera con sus protagonistas en el sur y su desplazamiento por la nueva burguesía dedicada al extractivismo del estaño, que comenzaba a tener una importante demanda en el mercado mundial constituyéndose en una gran parte de las exportaciones nacionales.

De este modo, Sucre entra al nuevo siglo sumida en una decadencia económica regional que, con la reducción de empleos públicos, obligaría, por ejemplo, a la clase media a emigrar hacia los centros mineros ubicados en el altiplano para aminorar el empobrecimiento familiar. Precisamente en esta época se desarrolla la hazaña de Martín Martínez, personaje al que da vida Jaime Mendoza en la novela publicada por primera vez en 1911, En las tierras del Potosí.

 La preocupación por la realidad social e histórica de Bolivia fue sin duda un elemento constitutivo de la narrativa del siglo XX y sobre todo la minería que, en el país trajo reacomodamientos sociales y económicos a partir de los cuales se formaron los imaginarios de la literatura, fenómeno que tiene sus homólogos en otros países Latinoamericanos como señala Bendahan (2010); tal es el caso de la extracción del petróleo en Venezuela, el cobre y el carbón en Chile o el caucho en Brasil.

Por lo tanto, no es extraño constatar que al menos durante la primera mitad del siglo se escribieron novelas influenciadas por los conflictos históricos (Guerra del Chaco), así como por la problemática generada a partir de los vínculos entre el hombre y su intervención en la naturaleza, y la situación de opresión y relegamiento de los obreros en las minas. Estas novelas caben dentro de lo que se puede denominar novela social o novela de las minas y entre sus exponentes está justamente Jaime Mendoza.

La obra de Mendoza en cuestión relata la aventura de un joven universitario de tercer año que decide abandonar sus estudios seducido por la idea de hacer una fortuna en el que entonces era uno de los asientos mineros de estaño más importantes del país, pero que él sólo conocía de oído. A pesar de esto, Llallagua simboliza una tierra promisoria que puede solucionar la situación económica familiar además de asegurarle el reconocimiento de su círculo social.

 Cuando Martín emprende el viaje que se hace largo y tedioso, pasa por pueblos como Macha y Pocoata que si bien son descritos como “cadáveres de pueblo”, no se debe perder de vista que dichas poblaciones en realidad proporcionaban la fuerza de trabajo a las minas de Uncía y Llallagua[1]. El trayecto hacia estas tierras, que se antojaban muy lejanas al muchacho de 23 años, está marcado por la compañía del viento que, cada vez más frío e impetuoso, pone en evidencia el cambio de paisaje.

Una vez en su destino, recibe la ayuda de Emilio Olmos, antiguo compañero de la infancia que representa el derroche y la astucia de aquel que logra su riqueza fácil y rápido. Martín no tarda en percatarse de los arreglos irregulares que tenía con algunos mineros para robar mineral y venderlo en Uncía, hecho sobre el que decide guardar silencio a pesar de las constantes insinuaciones de complicidad que le hace Emilio.

Se puede decir que la obra, a grandes rasgos, retrata la cruda situación de los obreros y habitantes de Llallagua y su forma de vivir en un medio que, al tener de pronto densas concentraciones humanas, afronta ciertas dificultades que no se presentan en las poblaciones campesinas, sino en los campamentos mineros como es el caso de la vivienda. Los empresarios agrupaban a los mineros y a sus familias en pequeños y calamitosos cuartos donde tenían que vivir unos con otros en situaciones de hacinamiento:

“…los mineros suelen preferir estas cuevas, porque las casuchas que muy difícilmente hacen construir los patrones son tan mal hechas, que es un tormento vivir en ellas. (…) se divisaban filas de cuartos pequeños y bajos de los que sólo algunos llevaban techos de calamina o paja. Algunos, a guisa de techo, mostraban telas remendadas sostenidas sobre sus paredes con estacas y con piedras” (Mendoza, 1991: 52)

Si bien Mendoza denuncia esta situación, pasa por alto la tragedia del obrero dentro de los socavones; durante turnos de 12, 14 y hasta 24 horas de trabajo, los accidentes se tornan frecuentes, acecha el peligro y la muerte con el riesgo de sepultar a los hombres bajo la montaña.  Martín en cambio, no tiene un acercamiento al subsuelo y permanece ajeno a esta realidad en el puesto de jefe de cancha o “canchero” que le asignan, donde no tiene otra misión más que vigilar el trabajo de aquellos que limpian el mineral. El aliciente que lo mantiene cumpliendo responsablemente sus labores es la promesa de un ascenso con una mejor paga.

Es en esta situación que el protagonista comienza a sentirse atraído por Claudina, una de las lavadoras del ingenio, a quien –con vergüenza de sí mismo- se encuentra observando de una forma muy diferente de la que percibía al resto de las cholas del pueblo que, en líneas generales le causaban “repugnancia”:

 “…llamábanle la atención sus bien formadas pantorrillas, que por llevar polleras cortas se exhibían libremente (…) Después, Martín echó de ver la cara de la joven, una cara efectivamente simpática, aunque por lo regular estuviese empolvada de tierra. Por último, escudriñó aquel busto soberbio de mujer apenas púber, y, en total de cuentas, se encontró ante un conjunto de formas bellas, aunque estuviesen detestablemente vestidas” (Mendoza, 1911: 118).

Martínez considera lo que le sucede como una “degeneración del gusto”, puesto que estaba acostumbrado a la imagen de mujer “señoril y atractiva” que representaba Lucía, muchacha a la que tenía prometido su amor en Sucre. Claudina, sin embargo, además de no corresponder a los sentimientos de Martín, terminó escapando con un obrero provocando en el joven una gran desilusión y descartando así cualquier posibilidad de romance.

Es así que, en la narrativa de Mendoza se encuentra seguramente uno de los ejemplos más tempranos en la literatura del siglo XX donde se nos sugiere la posible ruptura de las prohibiciones criollas de la época mediante la idea de una relación, digamos, exogámica, pero que no acaba por concretarse. Según Soruco (2012) este romance que amenazaba el statu quo, en todo caso, acaba confirmándolo con la actitud final de Martín, que -ya sea por despecho o por sentirse moralmente superior- termina por ratificar sus primeras impresiones adversas hacia las cholas.

Por otro lado, así como es característico en otras obras de la época, son las fiestas y en este caso particular el Carnaval, el contexto donde se da rienda suelta a todo tipo de excesos y Mendoza no escatima descripciones de estas situaciones que suelen generar en Martín cierta incomodidad y molestia:

“Mas, ¿cómo podía divertirse Martín en medio de esa batahola? La verdad era que más bien estaba atormentado, por mucho que hiciera para disimularlo. A cada momento se le llegaban hombres y mujeres, le abrazaban, le besaban, le ensuciaban.” (Mendoza, 1911: 186).

Con estas representaciones que son repetitivas en la novela, se podría llegar a pensar en el minero como una especie de dipsómano, sin embargo, se lee en el relato que dichos hábitos alcanzan a otras esferas sociales; tal es el caso del subprefecto que, sumido en un profundo estado de ebriedad, se halla irónicamente compartiendo sueño lado a lado con un ladrón de mineral: “aquí, sobre este catre, está el que vela por las leyes, y aquí mismo, a sus pies, está el que las infringe” (Ibíd.: 199).

Por otro lado, no sería muy desacertado considerar que el obrero de las minas, después de trabajar durante largos turnos con las condiciones y riesgos que se mencionan antes, acuda al alcohol no como una forma de diversión, entretenimiento o mero vicio, sino tal vez como única vía de desfogue por estar en constante intimidad con la tragedia.

Otro elemento que forma parte del desolador escenario de la obra son las enfermedades y las muertes ocasionadas por ellas; tal es el caso del tifus, referido en varias ocasiones y responsable de la muerte de Lucas, personaje generoso que gozaba de popularidad entre los mineros y cómplice de Emilio en los robos de mineral. El médico que vigilaba dichos casos, siendo testigo también de los accidentados y mutilados, es quien cerca al final de la novela se posiciona claramente en defensa de los mineros frente a la gerencia del ingenio.

El desenlace resulta cuando se ordena el sorpresivo despido de Martínez de su puesto de canchero al ser objeto de sospechas de complicidad en los robos que se deducen a partir su vínculo amistoso con Emilio y Lucas. Este hecho termina por indignar al protagonista, que una semana después, hace su entrada de vuelta a Sucre y a los brazos de su madre, figura de asilo y consuelo que tanto añora mientras estuvo en su ausencia. No era la misma persona que había partido poco más de seis meses atrás, la vida en Llallagua lo devolvió con una carga de decepciones, con el cuerpo demacrado y aparentemente con sus perjuicios intactos.

En las tierras del Potosí si bien proporciona un retrato donde es indispensable el realismo para visibilizar la realidad de los asientos mineros que históricamente ha sido ignorada por muchos, se reconoce también cierta resignación en la consideración del minero que se halla envuelto en descripciones que sugieren únicamente su sufrimiento e inacción, y no como un individuo que llega a identificarse con su clase y que, consiente de su capacidad de organización, se convertiría en un decisivo protagonista de la historia boliviana en el siglo XX. Sin embargo, sabiendo que esta novela, como otras, tiene una orientación en función del contexto en el que aparece, debe merecer una atención cuidadosa en cuanto a lo que quiere retratar o denunciar y a las limitaciones propias del medio social y la época a la que pertenece el autor cuya obra es todavía, una de las más leídas en el país.


[1] En esa época, las dos poblaciones eran el centro de operaciones de dos grandes compañías; La Salvadora, propiedad de Patiño que contaba con alrededor de 1.600 trabajadores y otra la “Compañía Estañífera de Llallagua” con directorio chileno y alrededor de 2.000 trabajadores, según informe del Prefecto de Potosí de 1919.

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Autora: Michelle Stumvoll

Sucre, 27 años, historiadora e investigadora.

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