Narrativa: Uno, por Willy Camacho


Quiero descolgar el sol,

chapalear entre las hojas,

estirar mi soledad,

correr entre los pasillos

y buscar la realidad

de que el perro

no sea perro y nada más.

Pastoral

El asunto es sencillo: Farid está virado, loco. Pero me temo que aún no lo sabe; mejor dicho, me alegro de que no lo sepa. Es mi único enemigo; ustedes comprenderán, hay un cierto aprecio que le tengo. Uno no odia al enemigo, uno lo aprecia, porque el enemigo le da a uno motivos para vivir. Y por si no se dieron cuenta, ese ingenioso juego de palabras era para presentarme: yo soy Uno. En realidad, me llamo Unamuno, pero Farid, de cariño, me dice Uno. Se darán cuenta de que entre él y yo hay una relación que se podría denominar extraña: Farid me quiere (como amigo, no sean mal pensados), y yo también a él (pero como enemigo). Claro que Farid no sabe que soy su enemigo; si lo supiera, haría cualquier cosa en mi contra, sería capaz incluso de hacerme desparecer, porque Farid, aunque no lo crean, es un homicida. Pensándolo mejor, quizá “asesino” sea el adjetivo más correcto.

No quisiera hablar de esa parte de su vida, sobre todo porque fui yo quien lo impulsó a cometer su primer crimen, o sea que me siento un poco culpable; no por él, ni por la situación en que se encuentra (en que nos encontramos, a decir verdad), sino por la pobre señora. Fue un error, yo no sabía que el idiota cambiaría los planes, lo juro. Había conocido a Farid dos o tres años antes, nos hicimos íntimos e inseparables, aunque, de cuando en cuando, yo me esfumaba, y lo sigo haciendo, porque el tartamudo a veces resulta muy pesado. Debo aclarar que hasta entonces yo no sentía por él ningún aprecio, de hecho, le tenía el más gigante de los desprecios. Y no era para menos; el tartamudo era… es decir, no era, más bien: es un completo idiota. Solo de verlo uno agarra asco: flaco al extremo, pero con barriga de ocho meses; acné mal curado hasta en las orejas; muy hecho al intelectual, al profundo, siempre con un libro en la mano (sus autores preferidos son unos españoles de cuyos nombres no quiero acordarme); la ropa sucia y arrugada (según él, las apariencias no importan; todos los feos dicen lo mismo); siempre viste una polera con la cara del Che Guevara en el pecho; y un aliento a… a… a mierda, sí, a mierda, no hay mejor palabra para definirlo. Bueno, para ir al grano, el caso es que yo me enamoré de su madre. Como ya dije, éramos inseparables, todo el día juntos, exceptuando las veces que me ausentaba. Así, tenía la oportunidad de ver a Gertrudis casi a diario, ¡qué vieja! Si la hubieran conocido, entenderían el amor que sentía por ella. No pasaba de los cuarenta y, a pesar de estar un poco excedida en quilos, mantenía un aire sensual que se agrandaba cuando tomaba unas copas, cosa que era muy frecuente. En esas ocasiones se portaba más desinhibida que de costumbre, porque la señora era muy extrovertida y liberal. Tenía como tres mil amantes, todos viejos horribles, pero que seguramente le daban el dinero para mantener al idiota de Farid. Ella no tenía ningún reparo en llevarlos a la casa –aun cuando nosotros estábamos ahí– y encerrase en su cuarto, gimiendo como loca, mientras yo me masturbaba mentalmente, imaginando ser el privilegiado. Claro que Farid se molestaba bastante, seguro no le gustaba que yo supiera que su madre era una… una… una puta, por qué no decirlo, era una puta, y aun así me enamoré de ella.

El amor es cosa seria, terrible, temible. Yo solo pensaba en ella; me pasaba horas sin dirigirle media palabra a Farid, solo contemplando la imagen de su madre, muy bien guardada en un rincón privilegiado de mi memoria. Es natural que en ese estado sentimental me comenzaran a dar celos las frecuentes visitas de los amantes. No podía tolerarlo, ya no me excitaba en lo más mínimo escuchar a Gertrudis aullando de placer. Entonces, la idea de la travesura empezó a madurar. Era algo que, en el peor de los casos, no iba a causar más que sustos, pero si todo resultaba bien, transformaría la vida de Gertrudis, y, de esa manera, yo habría podido tenerla solo para mí. La cuestión fue planificada del siguiente modo: Farid tenía que regalarle a su madre la efigie de una virgen (un regalo de cumpleaños estúpido, pero regalo al fin); ella, tan dada a apreciar las escasas muestras de cariño del idiota, seguramente la pondría en un lugar visible de su dormitorio. Yo mandé construir la pequeña imagen a un artesano medio alcohólico que se contentó con dos botellas de singani por su trabajo. Una figura de yeso, hueca por dentro, en cuyo interior portaba un ingenioso sistema que, por las noches, permitía brotar un líquido color sangre (lo venden en cualquier tienda de disfraces) a través de dos minúsculos orificios hábilmente camuflados en la negrura de las pupilas. No era cosa del otro mundo, cualquiera que alguna vez ha tenido un libro de experimentos colegiales en sus manos podría haberlo hecho. Utilicé el motorcito de un auto a control remoto, una botellita plástica, treinta centímetros de una manguerita de experimentos químicos, un par de alambres y una cuerda metálica de guitarra. Los dos alambres fueron soldados al motor, al unirse lo activaban. Entre ambos apenas mediaba un milímetro, sujetos por la cuerda de guitarra, tensada lo suficiente como para permitir esa separación mínima. Cuando caía la noche y la temperatura descendía, la cuerda se contraía y unía los alambres, activando el motor que bombeaba el líquido rojo de la botellita a través de la manguera hasta los ojos de la virgen. El calor que iba produciendo el motor hacía que la cuerda se dilatara, los alambres se separaran y el motor dejara de bombear. El motor era, de por sí, muy silencioso; dentro de la figura de yeso, era prácticamente inaudible. Y considerando la bulliciosa actividad que ejercía Gertrudis en su pieza, hasta un motor Volkswagen podía pasar desapercibido.

El plan funcionó más rápido de lo pensado: el día mismo que Farid le regaló la virgen. Gertrudis la acomodó sobre su velador y luego salió a la calle, como de costumbre. Por la noche, regresó con un viejo borracho y, tras saludar a Farid (a mí ni una mirada de desprecio), pasaron directo al cuarto para poner a prueba la resistencia del catre. Al cabo de diez minutos, cuando seguramente habían hecho un receso en su lujuria, escuchamos el grito del tipo. Veloces, corrimos al cuarto y entramos sin decir nada. Él estaba arrodillado ante la imagen, persignándose una y otra vez, recitando padrenuestros y un sinfín de oraciones que, obviamente, Farid conocía, porque el muy idiota se postró al lado del viejo para corregirle los rezos. Gertrudis, más bella que nunca, estaba atónita, no acertaba ni siquiera a cubrirse, ¡qué senos, Dios mío, qué senos! Minutos después, recuperó serenidad, se envolvió con la sábana y nos echó del cuarto. Yo me pegué a la puerta para escuchar qué le decía al tipo: Tobías, ni una palabra de esto, ¿me entiendes?, ¡ni una sola palabra! Pero Gertru… ¡Pero nada!, no quiero que mi casa se convierta en capilla, ¡ni una palabra de esto!; y si me entero que has abierto la boca, te juro que también tu mujer se va a enterar de cómo es que tú te enteraste. Asunto cerrado; bueno, ni tanto. Luego de que Tobías se fue, Gertrudis se vistió y llamó a Farid. Yo me di formas de ver y oír lo que sucedió. Gertrudis estaba sentada en la cama (seguro no se había puesto sostén, porque sus pezones se notaban a través de la blusa, ¡qué senos, Dios mío!), golpeteó suavemente al lado de ella y Farid se sentó en ese lugar. Fari querido, ¿qué me has dado?, no es que no me guste, pero como que es algo bien… bien… ¡Bien lindo, mamá, es una señal de Dios! ¡Qué señal ni que nada!, seguro hay alguna explicación científica para todo esto. No mamita, la ciencia no puede explicar los milagros, solo Dios pue… ¡Dios no existe, hijito, no existe!, cuántas veces te lo tengo que repetir. Mamá… No, no me digas nada más, solo escuchame: nadie se tiene que enterar de esto, nadie, menos el cura ese que es tan tu amigo. Pero mamá, la virgen va a seguir llorando, tú tienes que dejar de hacer lo que haces. Mirá, Fari, lo que yo hago no tiene nada de malo, es la forma que tengo de ganar el pan, ya te lo dije mil veces; si Dios existe, cosa que no es cierta, pero si existe, ten por seguro que no le molesta que me gane el pan honradamente, sin robar a nadie, ¿entendido?; y además, la virgen no va a seguir llorando, porque ahorita mismo la vamos a poner en el basurero. ¡Mamá! En el basurero y listo. Yo podría jurar que el idiota de Farid se creyó lo del milagro, olvidándose que todo era un truco, una travesura, porque se puso a llorar como un niño, ¡pataleando!, y no hubo manera de que su madre le arrebatara la imagen. Tanto así, que tuvo que darle un par de bofetadas para que la soltase, y eso ya era muy extraño, porque ella nunca le había pegado. Al parecer, por primera vez en su vida, Gertrudis perdió la paciencia con su hijo, y no le bastó con pegarle, sino que, maldiciendo su suerte, arrojó la virgen contra la pared, empleando toda la fuerza que sus bellos brazos le permitieron. Fue el acabose: mi sistema de bombeo quedó al desnudo y Farid recibió los golpes más crueles que una mujer le podría propinar a un fruto de su vientre. Después de eso, no le habló por varios días, pero pudo más el amor de madre y la relación volvió a su cauce normal.

Lo que voy a decir va a sonar absolutamente raro, incluso van a pensar que el loco soy yo y no Farid, pero la pasión se despierta por cosas de lo más excéntricas. Al ver a Gertrudis tan enojada, furiosa, golpeando de manera inmisericorde a Farid, me la imaginé desnuda, haciendo lo mismo conmigo, y me excité de tal forma, que tuve que salir corriendo para poder masturbarme en la calle. Cuando se me ocurrió volver a buscar a Farid, una semana más tarde, su madre ya le hablaba de nuevo. Con una pasión tan desmedida, se podrán imaginar que mis celos se multiplicaron por mil, más todavía después de lo que iba a pasar. Si me creen o no, es asunto de ustedes, pero yo tengo la certeza de que ella lo disfrutó tanto como yo. Incluso sospecho que ella sabía que yo me había quedado a dormir con Farid y por eso dejó la puerta del cuarto abierta cuando se fue su amante. Es más, seguro que ella sabía lo que yo sentía, lo mucho que ella me excitaba, porque de otra manera no se puede explicar que, con el frío que hacía, estuviera durmiendo (probablemente fingía) completamente desnuda, tapada solo con una sábana transparente. Y si eso no los convence, qué me dicen de los besos que le di, de lo mucho que saboreé sus senos sin que ella despertase. ¿Acaso pueden creer que realmente estaba dormida? No, seguro fingía y disfrutaba en silencio. Lo demás fue parte del juego. De algún modo, ella intuía (las mujeres siempre saben esas cosas) qué era lo que a mí más me excitaba, y por eso fingió despertar sobresaltada, dando tremendos alaridos y golpeándome con esa furia maternal que yo deseaba tanto. Fue el delirio, desnuda e iracunda, tal como me la había imaginado. La furia se responde con furia, eso lo sabe cualquier amante, así pues, comprendí inmediatamente qué era lo que ella deseaba: compartíamos la misma fantasía. Devolví los golpes con más fuerza y, antes de penetrarla, le encajé la botella de vino que estaba sobre su mesa de noche. ¡Cómo gritó! Se derretía de placer a pesar de que su vagina sangraba; en realidad, se derretía de placer precisamente porque su vagina sangraba. El dolor la volvía loca, y a mí también. Sus uñas desgarrando mis brazos y mi espalda exaltaban mi deseo de una manera indescriptible. La penetré como animal, mirando su sangre en mi miembro, deleitándome no solo con el acto, sino también con la imagen. Cuando terminé, me tiré rendido al suelo. Ella continuó con el juego, llorando en la cama. Seguro quería una nueva dosis, pero el inoportuno de Farid se apareció de repente. Puso una cara de idiota insoportable. Me paré y lo saqué a empujones. Gertrudis parecía compartir mi rabia contra el estúpido, porque le dijo “sal de aquí, no me mires”, y otras cosas más que ya no recuerdo. Nos jodió la noche.

No saben cuánto trabajo me costó explicarle al idiota que lo que su madre y yo sentíamos era amor verdadero, que no tenía por qué enojarse con ninguno de los dos, que por favor volviera a hablarle a Gertrudis, que ella se sentía muy mal, pobre señora. Al fin comprendió y, así, pude proponerle otra travesura. Entenderán que por más que Gertrudis me había demostrado que mi amor era correspondido, ella tenía que seguir manteniendo al idiota, por lo tanto, tenía que seguir revolcándose con viejos asquerosos. Yo no podía impedirlo, no tenía trabajo, no tenía nada que ofrecerle. Pero tampoco podía controlar mis celos, o sea que me ingenié otro plan para acabar con esa situación definitivamente. Si el idiota moría, ella no tendría que preocuparse por mantener a nadie, es decir, tendríamos el camino libre para entregarnos a nuestras fantasías más locas. Pero he aquí lo más extraño, yo propuse otra travesura y el idiota decidió actuar por cuenta propia. Me engañó totalmente. Quién habría pensado que Farid fuese así de inteligente. Uno no se imagina eso de un ser así. Uno tratando de explicarle el plan, y el otro haciéndose el idiota, interesadísimo, con los ojos bien abiertos, cuando en realidad maquinaba su propia estrategia; muy noble, por cierto. Porque no van a negar que fue muy noble de su parte decidir suicidarse. Pero fíjense en este detalle: no se iba a suicidar haciéndonos saber que lo hacía por nosotros, por dejarnos el camino despejado, por librar a su madre de una carga, no; Farid disimuló bastante bien, me hizo creer que estaba acatando mi plan. Yo le había dicho: Farid, tu madre no es una puta porque sí, hay algo que la trastorna y ese algo es la casa. Esta casa carga una maldición, te lo digo yo, que sé de esas cosas, ¡tenemos que destruirla! Y él: Pero… dónde vamos a vivir (¡qué bien actuaba!). Eso no importa, luego conseguiremos otro lugar, yo ayudaré, después de todo, voy a ser algo así como tu papá, ¿verdad? Y el muy hipócrita asentía con una sonrisa de oreja a oreja y me escuchaba lo de la carga explosiva, lo de mandar una nota a la prensa advirtiendo que iba a haber atentados terroristas, etcétera. Todo cuadraba, mi plan era perfecto. Farid era un solitario, con una pinta de marginal degenerado y, además, siempre tenía al Che en el pecho. Yo iba a preparar la carga, le iba a decir que la ubicara en la cocina y que detonaría en una hora; pero el ajuste del cronómetro sería distinto: dos minutos y ¡bum! Mientras el idiota hubiese estado escondiendo la bomba, le habría explotado en la cara. Hasta me imaginé los titulares de la prensa: “Desquiciado joven muere al intentar atentado terrorista”. ¡Lo iba a convertir en un personaje famoso! Pero claro, el idiota no sabía que yo quería matarlo, o sea, creía en mi buena fe, en mi intención de liberar a Gertrudis de la maldición de la casa. ¡Ja!, el muy imbécil. Y cuando ya me estoy tapando los oídos esperando la explosión, lo veo salir muy tranquilo del departamento, con una sonrisa estúpida: Ya está, Uno, ya podemos irnos. Farid había cambiado la hora de la detonación; mis dos minutos se fueron al demonio, pues el buen hijo decidió matarse más tarde. Entenderán que me puse como energúmeno, claro que no podía exteriorizar mi ira. Al cabo de una hora, él, muy tranquilo, encendió un cigarrillo: Ya está, Uno, la casa ya debe haber volado en mil pedazos. Y yo, como imbécil, sin saber qué había pasado. Nos fuimos a un bar, me invitó unas cervezas, trató de embriagarme, y casi lo logra, pero yo ya intuía que algo andaba mal, así que me mantuve en mis cabales a pesar del alcohol. Al notar que yo no caería fácilmente, fingió ganas de orinar y trató de escapar por la ventanita de baño, pero lo descubrí en su intento. No quiso explicarme nada, solo me pidió que lo dejara irse a su casa. ¿Cuál casa?, si ya no existe. Y no respondía algo coherente, solo lloraba, trataba de hacerme a un lado para huir, pero yo lo agarraba con firmeza. De mí no te escapas, Farid, quieto aquí hasta que me cuentes qué te traes. Y él, mirando su reloj desesperadamente: Por favor, Uno, luego te enterarás, dejame ir. Hasta que no le quedó más remedio que contarme su absurdo plan: había retrasado la explosión cuatro horas, su intención era embriagarme y volver al departamento para morir en él y dejar a su madre libre de carga. No te dije nada porque sabía que no me habrías dejado hacerlo, tú me quieres mucho, Uno, no lo habrías permitido. Y yo, idiota, tratando de detenerlo; que se matara él o lo matara yo, no importaba, el asunto era que desapareciera y me dejara el camino despejado para ser feliz con Gertrudis. Pero ni modo, las cuatro horas ya se habían cumplido, el pequeño departamento había volado, junto con el de arriba, el de abajo y los de los lados. Desde la calle pudimos ver el boquete en medio edificio, las llamas que ya estaban siendo controladas por los bomberos, las ambulancias chillando entre el atolladero de vehículos, en fin, todo lo que se puede observar en situaciones como estas. Claro que lo que el idiota no calculó fue que su madre podía volver a casa antes que de costumbre, quién sabe por qué motivos… y es justamente lo que sucedió. Mi amada Gertrudis murió en la explosión. ¿Ahora entienden por qué Farid es mi enemigo?

De todas formas, Farid se volvió famoso. La policía no tardó mucho en hallar el lugar exacto de la explosión, ató algunos cabos y, ¡zas!, inmediatamente lo capturaron. La prensa amarillista publicó la noticia en primera plana, al lado de la foto de una rubia siliconeada; “Joven desquiciado fue el autor del atentado en las Torres Multifamiliares”, decía el titular. Y tal como la prensa lo juzgó, así lo juzgó el jurado, declarándolo desquiciado, demente, loco, condenándolo a estar recluido en este asqueroso hospital psiquiátrico. Yo lo visito a diario, y si no he partido al cielo para encontrarme con Gertrudis, es porque tengo que hallar la forma de vengarme de este maldito orate. Él sigue creyendo que soy su amigo, a pesar de que muchos doctores le han dicho lo contrario: “Uno no existe, Farid, Uno solo vive en tu imaginación, Uno eres tú mismo, tienes que dejarlo ir, te hace mucho daño”. Pero mi apreciado Farid sabe que eso no es cierto; sabe que yo existo y que su vida está ligada a la mía, como también yo sé que mi vida solo tiene sentido en su desgracia.

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Autor: Willy Camacho

 Nació en La Paz, Bolivia. Narrador, guionista y gestor cultural, estudió Literatura en la Universidad Mayor de San Andrés. 

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